Sabemos ya gracias a la
consultora Mc Kinsey, que desde hace casi dos décadas, las organizaciones se
encuentran inmersas en guerra por el talento. La consultora describió en un paper interno un fenómeno que todas las
compañías padecían pero que aún no describían adecuadamente. Pocos años más
tarde este documento se transformó en el libro “The War for Talent”, escrito
por Ed Michaels, Helen Handfield Jones y Beth Axelrod.
Esta problemática subsiste,
puesto que a medida que se fue consolidando la sociedad del conocimiento, el talento pasó a ser el eje de la gestión
y la diferencia palpable entre el éxito y fracaso de las organizaciones.
Por tanto, la obra mencionada, enfatiza los principios permanentes para atraer
y retener talento, como pilares de una estrategia perdurable.
Las compañías, a partir de
entonces, han iniciado prácticas tendientes a potenciar la “gestión de la marca
empleadora” como factor de atracción y han instalado políticas de desarrollo de
talento, para asegurar el flujo del mismo a través del tiempo y para la mayor
parte de las posiciones.
Ahora bien, resulta obvio
decir, que el primer lugar donde
recurrir a la hora de satisfacer la demanda de talentos, es el propio pool o
stock de talento de la organización.
En este segundo aspecto, las
organizaciones intentan potenciar el
talento existente, comenzando por propiciar el fortalecimiento compromiso
de sus empleados exitosos para que continúen agregando valor en el transcurso
del tiempo.
Por ello, se los involucra en
planes de desarrollo genéricos y a
medida, generando oportunidades de
aprendizaje, experiencias y retroalimentación continua para potenciar
progresivamente su desempeño.
La dinámica de los mercados, la
creciente aceleración de los cambios, la obsolescencia de productos, servicios
y conocimientos, obliga a las
organizaciones a estimular de manera programada, el desarrollo de los talentos
disponibles, apresurando los tiempos normales de crecimiento, como única
alternativa posible de respuesta, para los tiempos actuales.
Ocurre que el desarrollo
individual, es potencial, hipotético, no es mandatorio ni “fatal” para el
ejecutivo o el colaborador. Las personas tienen sus tiempos, sus fortalezas y
debilidades, como un sinnúmero de circunstancias personales, que muchas veces
son desconocidas para las organizaciones. Por tanto, los objetivos de estos
planes, bien pueden no cumplirse.
Una cosa son los planes
formativos, programas ejecutivos en escuelas de negocios, in house, coaches y
mentores y otra muy diferente es una experiencia vivencial al quedar expuesto, a nuevas y
mayores responsabilidades en posiciones de línea o de liderazgo de proyectos
significativos o equipos de talentos.
Resulta evidente que las
promociones interiores tienen muchos aspectos positivos, ahorro de costos de
reclutamiento, los costos adicionales de un paquete compensatorio superior, la mejora del clima interno al
mostrar oportunidades para aquellos que han invertido su talento en la
organización, el conocimiento de la cultura y los actores, los menores tiempos
de ajuste del candidato preexistente.
Todas estas bondades y ventajas
son ciertas, siempre y cuando se cuente con el talento, de lo contrario se
transforman en desventajas en forma
inmediata. Cuando promovemos gente que
no se encuentra preparada para la función o la sobre-exponemos a desafíos
crecientes porque aceleramos artificialmente su desarrollo de manera
inadecuada.
En estos casos imagino la
analogía que resulta de colocar un bife en el horno de microondas y los calentamos dos
o tres minutos esperando que resulte cocido al final del proceso; lo que
ocurrirá es que estará caliente, pero rojo por dentro y quemado por fuera. Lo
mismo le ocurrirá a nuestro talento, lo habremos “chamuscado” por sobre-exposición y el experimento
resultará un fracaso.
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