Por José Armando Caro Figueroa, ex Ministro de Trabajo de la República Argentina
Un repaso a los últimos 70 años
me permite señalar que, salvo imponderables, veremos pocas novedades laborales
en el próximo ciclo político.
Los sindicatos oficiales (dotados
de personería gremial) y los candidatos presidenciales mejor situados
comparten, en lo esencial, el modelo de sindicato único y las alternativas para
solventar los conflictos derivados de las políticas económicas que
-ambiguamente- se enuncian.
La cúpula sindical es consciente
de la precariedad de sus estrategias, fruto de la falta de democracia interna y
de la ausencia de reflexiones sobre el papel de los sindicatos y sobre la
renovada conformación del capitalismo. En materia distributiva, si la cúpula
sindical se animara con Piketty advertiría la superficialidad del apotegma del
fifty-fifty. Para cubrirse de tal debilidad, sus líderes vienen situándose
cerca de los tres candidatos con posibilidades de ganar las elecciones.
Los gobiernos argentinos saben
que cuentan con dos herramientas para disciplinar al aparato sindical
tradicional: las leyes reguladoras de las relaciones colectivas de trabajo y
las que organizan las obras sociales bajo la titularidad sindical. Y barruntan
que cualquier intento de reformarlas activa peligrosamente la protesta obrera.
Nuestros sindicatos oficiales
(sean oficialistas u opositores) aceptan el sistema económico que se ajusta vía
“devaluaciones competitivas” y toleran diversos grados de inflación. La
contrapartida reside, precisamente, en la inmovilidad de aquellas leyes
constitutivas del poder y privilegios que concentran los vértices sindicales.
Los sindicatos oficiales están
empachados de legalismo: apuestan muchas fichas a las presuntas soluciones
legislativas y judiciales, y pocas a la autonomía colectiva. Esta opción
pudiera explicar su desinterés por renovar los vetustos convenios colectivos
vigentes desde 1975, así como sus esfuerzos por acomodar la Ley de Contrato de
Trabajo a su visión de las relaciones individuales.
Del lado de las patronales la
situación es también resabida. El empresariado local descree de la libertad
sindical, desconfía de cualquier forma organizativa de los trabajadores y
prefiere conservar el régimen conocido donde todo es negociable.
El problema de los trabajadores
ocupados, afiliados o no, es que para tratar de mantener su poder de compra
dependen de los sindicatos oficiales. Aun cuando, en determinadas coyunturas,
la irrupción de la izquierda clasista -operando en los márgenes que les deja la
legalidad- pueda generar alternativas ilusionantes.
La situación de los desocupados y
de los excluidos resulta ajena a la acción de los sindicatos oficiales, incluso
los de izquierda. Existe un cierto consenso en el sentido de que esto depende
de los gobiernos. En este aspecto, quienes critican las conexiones entre
asistencia y clientelismo cambian de opinión ni bien asumen o se aproximan a
posiciones de gobierno.
Admito que se califique de
pesimista mi visión. Pienso también que es bastante lo que podrían hacer el
nuevo gobierno y los actores sociales; incluso sin quebrar aquel consenso
básico construido en los años de 1940. Por ejemplo, alentar el diálogo
tripartito buscando consensuar una política económica que compatibilice
productividad y distribución.
Las nuevas autoridades deberían, además, revisar
las ayudas sociales transformándolas en derechos subjetivos y construir
servicios sociales para atender los nuevos requerimientos. Si, como todo parece
indicar, la idea central es mantener una moneda devaluable, se impone reformar
el sistema de relaciones laborales para eliminar las vías utilizadas en fraude
de ley, las tercerizaciones entre ellas.
Adoptar sin retaceos las
recomendaciones de la OIT y los fallos de la CSJN sobre libertad sindical y, de
tal suerte, reconocer tanto el papel representativo de la izquierda clasista,
como la autonomía de las comisiones internas y de los sindicatos del interior
del país, será una responsabilidad inexcusable del nuevo gobierno.
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